Entiendo el respeto reverencial que despierta la torta imperial. Se le rinde culto como si fuera una especie de artefacto litúrgico, una reliquia dulce que solo puede tocarse con las manos limpias y el alma en paz. El caso es que ahí está, cada Navidad, redonda como una rueda de molino, crujiente como un corazón roto y envuelta en dos obleas más crujientes que el propio turrón.
La torta imperial no es un dulce, es un concepto. Una amenaza pasiva-agresiva que aparece al final de la mesa, cuando todos ya hemos descendido al infierno del exceso, ese momento en el que las bandejas giran solas, el licor de hierbas sustituye al agua y ya nadie se acuerda de cómo empezó todo. Y entonces, alguien —un héroe trágico, normalmente la tía que todo lo guarda en papel albal— dice: “¿Y si abrimos la torta?”
Silencio. La torta imperial aparece en escena.
Un dulce que te parte… si tú no lo partes antes
Lo de partirla es otra historia. Ni con cuchillo jamonero. Ni con la voluntad de Hulk. Las tortas imperiales tienen la textura de una baldosa de mármol y el espíritu indestructible de las cajas negras de los aviones. Pero ahí está su magia: hay que ganársela. Si el turrón blando es un abrazo, la torta imperial es una pelea a puño limpio.
Y sí, ya sé que esto va de tradición. Que viene del turrón de Alicante. Que lo inventaron los árabes o los dioses o un pastelero loco en el siglo XV. Que lleva almendra marcona, miel buena, clara de huevo y mucho saber hacer. Vale, todo eso está muy bien. Pero también lleva un componente psicológico digno de análisis: cuando sale a mesa, sabes que la cosa se ha puesto seria.
Cronología de la torta imperial
Durante la Edad Media, con el azúcar convertido en lujo y la almendra como moneda de cambio en el trueque repostero, alguien en Alicante tuvo la feliz idea de mezclarlo todo, prensarlo bien y hacerlo redondo. Redondo porque era más fácil de guardar, dicen. Aunque también puede ser que ya entonces supieran que iba a acabar expuesto como una obra del Prado en la mesa de Nochebuena.
En realidad, la torta imperial no ha cambiado tanto. Y en eso reside su poder. Nos gusta porque no pide permiso. No es moderna, no lleva quinoa, no se anuncia en Instagram. Es como un familiar que solo ves en diciembre, pero que sigue igual de campechano, crujiente y, a su manera, entrañable.
Obleas: el gran misterio
Y entonces están ellas: las obleas. Las dos caras blancas que envuelven a la bestia. Nadie sabe muy bien para qué sirven. ¿Evitan que te pringues? ¿Son comestibles o solo están ahí para que te sientas culpable si las tiras? Las preguntas se amontonan. Lo único cierto es que las obleas de la torta imperial tienen la misma utilidad real que los protectores de pantalla de los móviles nuevos.
Y sin embargo… sin ellas no sería lo mismo. Pura paradoja comestible.
Almendra, azúcar, paciencia, y el resto es márketing
Para los que siguen queriendo saber “qué lleva”, tranquilos: esto es cocina honesta. La torta imperial va con lo justo y necesario. Almendra marcona —la buena, la crujiente, la que no encuentras en el súper—, miel, azúcar y clara de huevo. Ah, y una prensa que la deja como una enciclopedia compacta, de esas que tu madre aún guarda por si algún día falla internet.
No hay trampas. No hay siropes con nombres impronunciables. Esto es dulce de verdad. Del que se hace con tiempo. Del que necesita calor, fuerza y bastante más técnica de la que parece.
¿Por qué sigue aquí la torta imperial, año tras año?
Porque es inmortal. Porque se resiste al olvido como se resiste a ser partida. Porque, aunque nos cueste reconocerlo, tiene algo que nos conecta con una Navidad que fue, y que ya no volverá. Aquella en la que los regalos pesaban más que las tarjetas de crédito y los postres no sabían a aromas “naturales” de laboratorio.
Además, tiene una ventaja poco reconocida: dura. Mucho. Es posible que una torta imperial abierta en diciembre siga estando decente en abril. Eso, amigos, no lo consigue ni el turrón blando, ni el mazapán, ni la ilusión de los niños.
Turrón con denominación de origen
Si esto fuera una película, la torta imperial sería ese personaje secundario que roba la escena sin decir ni una palabra. El turrón de Alicante —su primo más cuadrado— tiene denominación de origen, sí, y la torta también forma parte de esa noble familia. Lleva su sello, sus normas y su pedigrí.
Pero no necesita alardes. No viene envuelta en papel dorado ni en cajas con celofán. Se presenta como es: crujiente, dura, contundente.
Casa Mira: porque si vas a hacerlo… hazlo bien
Y claro, si vas a comerte una torta imperial —de verdad, no de esas que parecen decorado— mejor que sea de buena calidad. En Casa Mira, llevamos desde 1842 haciendo dulces con el mismo espíritu: sin prisas, sin aditivos, sin cuentos. Solo con los ingredientes que tocan y las manos que saben.
Nuestra torta imperial sigue siendo como las de antes. Almendra marcona bien tostada, miel de azahar, clara de huevo, azúcar en su punto, y ese toque que no se compra: el tiempo. Puedes pasar por nuestra tienda en el centro de Madrid y llevarte una, o pedirla online y esperar a que llegue a casa como quien espera una carta de amor.
Porque si vamos a rendirnos a los excesos… al menos que sea con dignidad.